La guerra de las palabras: por qué la claridad en el discurso público es un imperativo moral

Cuando el lenguaje pierde su significado se socava la propia democracia

Por Patrick Kinney
11 de abril de 2025 22:40 Actualizado: 11 de abril de 2025 22:40

El lenguaje es el alma de cualquier sociedad y su calidad determina en gran medida la salud de la vida pública. Las culturas florecen o se hunden no solo por el peso de sus armas o su riqueza, sino también por la credibilidad de sus palabras.

El emperador romano Marco Aurelio, a la vez filósofo y estadista, insistía en la precisión del pensamiento y la pureza de la expresión, tratándolas como una cuestión de disciplina personal, además de un deber político. De hecho, aconsejaba: «No actúes de manera descuidada, ni te expreses confusamente, ni dejes que tus pensamientos vaguen sin rumbo».

Similar era el planteamiento de Confucio. Cuando le preguntaron cuál sería su primera acción si asumiera el poder, respondió: «Restaurar las palabras».

A primera vista, esta prioridad parece extraña frente a las exigencias más apremiantes de la gobernanza. Sin embargo, detrás de esta observación aparentemente simple se esconde una profunda verdad política: las sociedades se tambalean cuando el lenguaje es despojado de su verdadero significado. Las palabras dejan de ser herramientas de comunicación para convertirse en armas de confusión y división que desbaratan el tejido social.

Nuestra época se caracteriza por la polarización partidista, la confusión de la expresión lingüística y una peligrosa erosión de la confianza en el discurso público. Hoy las palabras no buscan tanto describir la realidad como imponer una «narrativa» particular. La prensa no siempre sirve a la verdad, sino que a veces promueve agendas a través de eslóganes, eufemismos y distorsiones. Ya no es el «mercado de las ideas» que alababa John Stuart Mill, sino un campo de batalla donde domina la propaganda.

En su distinguido libro «Verdad y veracidad», el filósofo británico Bernard Williams argumenta con contundencia que la honestidad y la exactitud no son meras virtudes literarias, sino esenciales para la preservación de las instituciones democráticas. Si desaparecen, el debate democrático da paso a la manipulación disfrazada de periodismo y a la ideología disfrazada de verdad. La claridad y la verdad se sacrifican en aras de la conveniencia política.

Un ejemplo típico es la forma en que los medios de comunicación han tratado la retórica de Donald Trump. ¿Era, de hecho, a menudo exagerada o extrema? Por supuesto. Sin embargo, en varias ocasiones los medios, en un intento de destruir su autoridad, aislaron sus palabras de su contexto, convirtiendo sus metáforas en literalidad. Cuando, por ejemplo, Trump dijo que las importaciones no reguladas de automóviles procedentes de China provocarían un «baño de sangre» en la industria automovilística estadounidense, la metáfora se presentó como un llamamiento literal a la violencia y la guerra.

No hace falta estar políticamente de acuerdo con el presidente Trump para comprender el daño que causa a la calidad del discurso público una tergiversación de este tipo. En lugar de promover la reflexión, alimenta el pánico moral y una indignación impulsiva que limita el debate.

Isaiah Berlin, uno de los principales exponentes del pluralismo liberal en el siglo XX, advirtió contra el monolitismo, la tendencia a reducir realidades complejas a un marco moral único, rígido e incuestionable. El monolitismo no tolera matices ni dudas y manipula las palabras para servir a sus propósitos.

Según Burlin, ese planteamiento socava de hecho la libertad, sustituyendo el diálogo libre por el dogmatismo y las opiniones absolutistas, que Orwell ya describió como «pequeños dogmas malolientes».

En los intensos conflictos culturales de nuestro tiempo, la tendencia impone la uniformidad de pensamiento, donde se distorsionan la duda y el significado de las palabras. La curiosidad y la actitud crítica se consideran ahora moralmente deficientes y fuente de falta de fiabilidad.

Esta cuestión no es solo cultural, sino también profundamente política. La democracia liberal requiere un diálogo abierto y un discurso claro. Requiere ciudadanos informados, que decidan libremente, en un entorno en el que el lenguaje conserve su claridad.

La cura, como bien sabía Confucio, está precisamente en «restaurar el lenguaje», en volver a la claridad y al compromiso con la verdad.

La defensa de la claridad no es un detalle menor. Al fin y al cabo, se trata de una cuestión moral. En esta batalla diaria de las palabras, haríamos bien en ponernos de parte no de las ideologías de partido, sino de quienes aún creen que las palabras importan y que la honestidad intelectual es un requisito previo para una sociedad democrática. Al preservar el lenguaje, protegemos los cimientos mismos de una comunidad libre y humana.

Patrick Kinney es académico y columnista.

Artículo publicado primero en The Epoch Times Grecia con el título «Ο πόλεμος των λέξεων: Γιατί η σαφήνεια στον δημόσιο λόγο είναι ηθική επιταγή»

 

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