España avanza a un punto de no retorno mientras se ignoran la señales: desde Reino Unido a First Dates

Por Rubén Pulido
21 de septiembre de 2025 17:51 Actualizado: 24 de septiembre de 2025 17:23

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En un mundo cada vez más interconectado, las decisiones políticas sobre inmigración no son meras cuestiones administrativas, sino que moldean el futuro cultural, social y político de las naciones. España, con su historia de convivencia y su posición geográfica como puerta de entrada al Mediterráneo —y ahora el Atlántico—, se encuentra en una encrucijada crítica. La inmigración ilegal descontrolada, combinada con una expansión demográfica desigual y una erosión de los valores tradicionales, amenaza con llevarnos por un camino similar al que ha recorrido el Reino Unido. Allí, lo que comenzó como una política de integración bienintencionada ha derivado en un punto de no retorno, donde el islam político ejerce un control social y político que silencia atrocidades y erosiona la cohesión nacional. España no ha llegado aún a ese precipicio, pero los signos son alarmantes: una disolución de la espiritualidad y los valores occidentales, una entrada masiva de población de origen musulmán y un vacío cultural que invita a imposiciones ajenas.

Permítanme comenzar por el espejo en el que deberíamos mirarnos: Reino Unido. En las últimas décadas, este país ha experimentado una transformación demográfica profunda, impulsada por oleadas migratorias procedentes principalmente de países de mayoría musulmana. Según estimaciones recientes, la población musulmana en Europa ronda los 46 millones en 2025, representando aproximadamente el 6 % del total continental, con proyecciones que podrían elevar esta cifra al 7-14 % para 2050 dependiendo de los flujos migratorios. En el Reino Unido, esta población ha crecido hasta superar los 4 millones, influenciando no solo la demografía, sino también la política y el control social. Pero lo más preocupante no es el número en sí, sino las consecuencias cuando esta dinámica se cruza con fallos institucionales.

Un caso paradigmático es el escándalo de Rotherham, un horror silenciado que revela cómo el miedo al estigma racial y la infiltración cultural pueden paralizar a las autoridades. Entre 1997 y 2013, se estima que al menos 1400 niños, en su mayoría niñas blancas de clase trabajadora, fueron víctimas de abusos sexuales sistemáticos por parte de redes organizadas predominantemente por hombres de origen paquistaní. Estos abusos incluyeron grooming, violaciones colectivas y tráfico sexual, todo ello perpetrado con impunidad durante años. ¿Por qué se permitió esto? Informes independientes, como el de Alexis Jay en 2014, revelaron que la policía y los servicios sociales locales ignoraron deliberadamente las denuncias por temor a ser acusados de racismo o islamofobia. Peor aún, en algunos casos, las autoridades compartían orígenes étnicos o culturales con los perpetradores, lo que facilitó un encubrimiento implícito. Operation Stovewood, la mayor investigación sobre explotación sexual infantil no familiar en el Reino Unido, ha llevado a condenas recientes, como la de siete hombres en 2024 a un total de 106 años de prisión por abusar de dos niñas jóvenes. Sin embargo, el daño ya está hecho, miles de vidas destruidas y una confianza pública erosionada.


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Este no es un incidente aislado. En el Reino Unido, la influencia del islam político ha permeado instituciones clave. Organizaciones como la Muslim Brotherhood, fundada en Egipto en 1928 y con ramificaciones globales, han extendido su red a través de entidades como la Muslim Association of Britain (MAB), promoviendo una agenda islamista que prioriza la lealtad comunitaria sobre la ley nacional. En Tower Hamlets, un distrito londinense con alta población musulmana, se ha documentado cómo líderes locales han ejercido un control que roza el autoritarismo islámico, con acusaciones de corrupción y manipulación electoral. Recientemente, en 2025, informes han expuesto intentos de infiltración en conferencias comunitarias árabes, donde el Brotherhood busca dominar la voz de las minorías. Cuando líderes de estas comunidades acceden al poder, como concejales o funcionarios policiales, surge el riesgo de minimizar delitos cometidos por miembros de su grupo. Estudios sobre el engagement policial con comunidades musulmanas muestran que, en ocasiones, la percepción de victimización por islamofobia lleva a una reticencia en perseguir crímenes internos, priorizando la cohesión comunitaria. Esto no es especulación, es una realidad que ha permitido que grooming gangs operen con relativa impunidad en ciudades como Rotherham, Rochdale y Oxford.

Ahora, volvamos la mirada a España. Nuestro país no ha alcanzado ese punto de no retorno, pero los paralelismos son inquietantes. La inmigración ilegal ha explotado en los últimos años, casi 370 000 inmigrantes ilegales han llegado a España desde que Pedro Sánchez llegó a Moncloa. A ello súmense las decenas de miles de llegadas que se producen cada año sin controles exhaustivos a través de cauces legales. Esta entrada descontrolada no solo sobrecarga los recursos, sino que introduce riesgos de seguridad. Las estadísticas son claras: aunque los inmigrantes representan alrededor del 15 % de la población, delinquen 2,5 veces más que los españoles. Esto no implica estigmatizar a todos los inmigrantes, muchos de los cuales podrían contribuir positivamente, pero ignora la realidad de que la ausencia de controles permite la entrada de delincuencia organizada, desde narcotráfico hasta redes de trata, sin obviar las múltiples tendencias criminológicas más comunes.

Más allá del crimen inmediato, la vertiente demográfica es el elefante en la habitación. En España, la población musulmana se estima en unos 2,5 millones en 2025, procedentes mayoritariamente de Marruecos, Argelia y Pakistán. Las tasas de natalidad entre comunidades musulmanas son significativamente superiores: en Europa, el crude birth rate musulmán es más de tres veces el de los no musulmanes. Mientras la fertilidad nativa en España ronda los 1,2 hijos por mujer, por debajo del umbral del reemplazo, las comunidades inmigrantes musulmanas mantienen tasas que podrían alterar el equilibrio demográfico en décadas. Proyecciones indican que, sin cambios, la población musulmana en Europa podría triplicarse para 2050 en escenarios de alta migración. Esto no es alarmismo, es aritmética. Una expansión demográfica desigual, combinada con una integración fallida, puede llevar a la imposición de normas culturales ajenas, como el velo islámico o prácticas conservadoras que chocan con los valores de igualdad y secularismo occidentales.

El verdadero peligro surge cuando esta población accede a puestos de poder. En España, ya vemos indicios de representación política creciente, con partidos y líderes que defienden agendas alineadas con el islam político. Imaginen un futuro donde concejales, policías o jueces de origen musulmán prioricen la protección comunitaria sobre la justicia imparcial, como ocurrió en Rotherham. Si un agente comparte origen con delincuentes, el riesgo de encubrimiento aumenta, no por maldad inherente, sino por lealtades culturales profundas. Legislar contra corrientes criminales se complica si el parlamento incluye voces que defienden preceptos islámicos que protegen a «los suyos». Reino Unido nos advierte, en 2025 propuestas como la de un Islamic Republican Party of Britain buscando coaliciones con Labour ilustran cómo el islam político busca influir en la agenda nacional.


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Un ejemplo cotidiano que ilustra este choque cultural es un episodio reciente del programa de televisión First Dates, donde un joven de origen musulmán intentó imponer a una chica española el uso del velo islámico y la conversión religiosa como condiciones para una relación. Esto no es anécdota, refleja un vacío en nuestra sociedad. Mientras los occidentales hemos disuelto nuestra espiritualidad y valores tradicionales —con iglesias vacías y una secularización extrema—, muchas comunidades musulmanas mantienen una cohesión férrea, alineada con ideales conservadores y, en casos extremos, con el islam político. Ellos respetan su origen y religión con claridad, llenando el hueco que dejamos. En una España carente de religiosidad y con una disolución extrema de valores, estas imposiciones encuentran terreno fértil. El control social se extiende desde presiones familiares hasta influencias en barrios donde la sharia informal gana terreno, como se ha visto en el Reino Unido con Consejos de la sharia que resuelven disputas al margen de la ley.

España está ante una encrucijada. No hemos cruzado el umbral como el Reino Unido, donde la islamización ha generado tensiones irreversibles. Pero estamos cerca, la entrada masiva, legal e ilegal, de población musulmana, combinada con nuestra crisis demográfica y cultural, podría llevarnos a un punto donde el control político y social pase a manos que prioricen agendas ajenas. Defender la soberanía cultural y la seguridad es hoy una prioridad absoluta ante este contexto. Necesitamos controles estrictos en fronteras, políticas de integración que exijan respeto a nuestros valores y un renacimiento espiritual que llene el vacío. Ignorar estas lecciones del Reino Unido sería negligencia. Es hora de actuar con determinación, antes de que sea demasiado tarde. Nuestra identidad como nación libre y cohesionada depende de ello.

Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times

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